Grupos autónomos en Valencia en la segunda mitad de los 70

10 de junio de 2008.

En realidad, en esos años hubo gran cantidad de grupos autónomos de todo tipo, repartidos, sin considerar otras demarcaciones (Portugal, Italia, Francia, Alemania, etc.), por todo el territorio del Estado español. Grupos de gente unida por relaciones de amistad o por intereses comunes más o menos subjetivos: proyectos de convivencia, de activismo social y político, de vivir de un modo diferente al dominante... Su existencia fue más o menos efímera. Por ejemplo, muchos de ellos, o de los individuos que los formaban, renunciaron a su autonomía participando en la precipitada reconstrucción de la CNT que se produjo al morir Franco, o integrándose en otros sindicatos o en grupúsculos vanguardistas de la extrema izquierda; otros se engancharon a la heroína, formaron cooperativas o se hicieron musulmanes; otros se convirtieron en simples ladrones o traficantes, o en currantes normales, o en padres y madres de familia. De los que continuaron resistiendo, muchos fueron yendo a parar al talego, y a algunos los mataron la policía, los boqueras, la droga, la enfermedad o el tráfico rodado; algunos otros se suicidaron... En fin, algunos corrieron, simultánea o sucesivamente, una suma mayor o menor de esos destinos u otros por el estilo; no sé si como resultado o causa de la derrota del movimiento en el que habían participado, o ambas cosas a la vez.

Ekintza Zuzena

Aunque la violencia o la «lucha armada» no era la única manera de actuar ni la más importante, algunos de esos individuos y grupos recurrían ocasionalmente, con mayor o menor frecuencia, a acciones más o menos violentas, a veces usando armas. Robos, atracos, sabotajes, atentados a bancos, cuarteles, comisarías, juzgados, reformatorios, prisiones, oficinas de empleo, grandes almacenes, infraestructuras capitalistas... Dejando aparte a los Comandos Autónomos Anticapitalistas de Euskadi, que, aunque sus propuestas teóricas y prácticas eran muy parecidas, surgieron en un contexto diferente, los antecedentes inmediatos de la mayor parte de estos grupos, por propia elección, por su manera de pensar y actuar, por sus relaciones y por algunas de las personas que los integraban, habían sido, por ejemplo, los Grupos Autónomos de Combate y el MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), que existieron en Barcelona, del 71 al 73, como un intento de crítica teórica y práctica contra el vanguardismo y el reformismo de la «izquierda del capital», y de apoyo a la autonomía de las luchas obreras, cuyos partidarios, desde las comisiones obreras y otros intentos de autoorganización surgidos a partir de ellas, habían tenido que combatir en desventaja contra la manipulación estalinista y de otras burocracias izquierdistas. O los GARI (Grupos de Acción Revolucionaria Internacionalista) que actuaron en territorio francés y belga, durante el 74, en respuesta por el asesinato legalizado de Salvador Puig Antich y en defensa de los otros presos del MIL sobre algunos de los cuales también pesaba amenaza de ejecución. O la multitud de grupos autónomos sin nombre fijo que surgieron en las campañas que hicieron frente a la represión contra los anteriores.

Grupos Autónomos Libertarios es el nombre que utilizó la policía y del que se hizo eco la prensa para etiquetar a ciertas personas que fueron detenidas en Madrid, Barcelona y Valencia en 1978, acusadas de atracos, atentados y tenencia de armas y explosivos. Después, algunas de ellas, y otras que se les fueron sumando a medida que iban cayendo presas, firmaron con el nombre de Grupos Autónomos algunos llamamientos escritos lanzados desde la cárcel. A finales del 80, cuando se publicó por primera vez una recopilación de esos comunicados, había en las cárceles del Estado español unas treinta personas que, agrupadas por afinidad personal, habían realizado efectivamente, entre el 75 y el 79, acciones como las siguientes: lanzamiento de cócteles molotov contra bancos, oficinas de empleo, grandes almacenes, comisarías, cuarteles de la guardia civil y objetivos semejantes, por ejemplo, en respuesta al asesinato de Salvador Puig Antich, o en los aniversarios del mismo o de los últimos fusilamientos del franquismo (en septiembre del 75), o en respuesta a la masacre de Vitoria en el 76, o por los asesinatos de la policía en las calles de Euskadi a principios del 77. Una serie de atentados con bombas y cócteles en el 77 contra empresas alemanas cuando aparecieron suicidados varios presos de la RAF, contra empresas francesas por la extradición de Klaus Croissant -abogado de algunos de los anteriores- y durante la huelga de hambre de Apala para evitar su extradición, realizados simultáneamente unas veces en Madrid y Barcelona, otras también en Valencia, y otras en coordinación con grupos franceses. A mediados del 78, con motivo de la visita de Giscard d’Estaing a España, petardos y cocteladas contra empresas francesas en España y contra empresas españolas en Francia: acciones que pretendían dar una respuesta solidaria internacionalista contra la represión sin fronteras del Capital. Apoyo a las luchas obreras autónomas mediante atentados contra las dependencias e instalaciones de las empresas: en Barcelona en el 76, a las huelgas de «Roca» y transportes «Mateu Mateu»; en Madrid, a las huelgas de la construcción del 76, «Roca» en el mismo año y la del Metro en el 77 y, a principios del 78, otra vez contra el Metro por la subida de tarifas. En apoyo a la lucha de los presos, en Barcelona, Madrid y Valencia, a lo largo de todo el 77 y principios del 78, numerosos atentados contra bancos, juzgados, cárceles, reformatorios y tribunales de menores. Además de gran número de expropiaciones que habían de servir para comprar armas y otros útiles que necesitaban para sostener y extender su forma de actuar, y como crítica directa de la propiedad burguesa y abolición inmediata del trabajo asalariado al menos en sus propias vidas. Nunca hubo «daños colaterales».

En la práctica, esos grupos eran efectivamente autónomos, incluso los de una misma ciudad entre ellos. Cada individuo y cada grupo decidían ellos mismos sus acciones sin aceptar ninguna autoridad o jerarquía. Se ponían de acuerdo para acciones concretas y compartían tanto las armas y otros medios materiales como las técnicas e informaciones necesarias. Entre ellos todas esas cosas estaban socializadas, a disposición de cualquier grupo afín que estuviera dispuesto a «enrollarse», es decir, a actuar por su cuenta y riesgo, y que fuera de fiar, lo cual se valoraba a partir de las relaciones personales y de la participación común en las luchas del momento. Pero nunca formaron una organización fija y el nombre de grupos autónomos o la palabra autonomía apenas se utilizaban ni en la reivindicación pública de las acciones ni en las discusiones internas de los grupos. Creo que era corriente la idea de que quien más hablara de autonomía -o de anarquía- o pretendiera representarla menos posibilidades tenía de alcanzarla realmente y más de convertirse en su enemigo. No les era extraña la idea de «propaganda por la acción», pero no hacían las cosas con vistas a su repercusión espectacular. De hecho, nunca utilizaron unas siglas o un nombre fijos y algunas acciones ni siquiera las reivindicaban. No les interesaba que el Espectáculo les identificara, atribuyéndoles entidad en su mundo manipulado, como pudo hacer una vez les tuvo presos. Lo que buscaban era expresar su rechazo al sistema capitalista a través de acciones significativas, para que quienes pensaban y sentían igual supieran que estaban allí, esperando encontrarse con ellos en la lucha. Demostrar, como proponía el MIL, que el nivel de violencia con que se podía y, por lo tanto, se debía responder a la violencia capitalista era mucho mayor de lo que comúnmente se creía. No se trataba de una opción ideológica, sino de una tendencia práctica, uno de cuyos aspectos principales era la crítica teórica y práctica de toda ideología, el intento de hacer la teoría de una práctica propia y de poner en práctica las propias ideas y proyectos. Eran unas características concretas de ciertas acciones concretas cuya concreta experiencia trajo consigo una manera de entender la acción y de organizarse, y hasta un modo de vivir, en el que no había separación definitiva entre lo político y lo personal. Y, sobre todo, se trataba de la defensa de esa forma de actuar y de vivir frente a cualquier tipo de imposición o manipulación, es decir, de una actitud más bien negativa: anticapitalista, antiestatista, antiburocrática, antiautoritaria, antijerárquica, antivanguardista, antidogmática... La parte afirmativa, creativa, se dejaba más bien a lo imprevisible, a la libertad de cada grupo y de cada persona y, sobre todo, a la autoorganización de cada lucha por medio de un proceso de diálogo directo y decisión permanente entre los implicados.

Otra cuestión era la de la autonomía de las luchas que se produjeron por entonces, en verdaderas oleadas, en todo el territorio del Estado español, autonomía a la que nosotros apostábamos nuestras expectativas revolucionarias y a la que deseábamos apoyar y sumarnos, no decirle cómo tenía que ser o lo que tenía que hacer. En aquellos años proliferaban las huelgas salvajes en las que los trabajadores se autoorganizaban por medio de asambleas obligando a los empresarios y al Estado a negociar directamente sus reivindicaciones con delegados elegidos en ellas y revocables en todo momento, dejando fuera del asunto a las burocracias sindicales, franquistas o democráticas, y demás intermediarios profesionales. A menudo, esas huelgas se extendían espontáneamente, por efecto de la solidaridad y organizándose por medio de coordinadoras de delegados, hasta generalizarse y sobrepasar el marco reivindicativo en que habían comenzado. Llegaron a constituir un problema político de primera magnitud: una concepción práctica de la democracia totalmente opuesta a la que pugnaban por imponer por entonces la coalición de políticos franquistas y «demócratas» que pretendían repartirse el pastel cocinado en el intento de modernizar el régimen de dominación. Al mismo tiempo, se multiplicaban los atentados directos a la propiedad capitalista, especialmente atracos a bancos, acciones encaminadas a liberarse inmediatamente del trabajo alienado, a recuperar una parte del poder que el Capital nos arrebata; mientras los presos sociales estaban destruyendo literalmente las cárceles, por medio de incendios, motines y fugas, reivindicando el indulto general, autoorganizados también por medio de asambleas y de una Coordinadora de Presos En Lucha (COPEL). Otros muchos movimientos reivindicativos entendían de forma parecida la práctica de la democracia, en los barrios, en los manicomios, en las universidades e institutos, en las calles... desbordando por todas partes las previsiones del partido del orden. Todas esas cosas desempeñaron un papel no pequeño en el resquebrajamiento del control social que se produjo por entonces. La desobediencia se extendía, la gobernabilidad se hacía imposible, políticos y periodistas se lamentaban a diario por la inestabilidad social y política. Alrededor de 1976 había en Valencia cierta cantidad de personas de muy diversas procedencias: obreros, estudiantes y gente sin oficio ni beneficio, individuos y grupos unidos por afinidad personal y por una manera común de entender la participación en las agitaciones sociales y políticas del momento y la acción en general. La mayor parte preferíamos liberarnos ya mismo del trabajo asalariado por nuestros propios medios a esperar que lo hiciera una hipotética revolución que, por otra parte, no es que nos pareciera inminente a escala de toda la sociedad. De hecho, algunos de nosotros estábamos de acuerdo en la idea de que las oportunidades de «meter caña» que ofrecía la inestabilidad derivada de la «Transición» sólo iban a durar un par de años, y nos proponíamos aprovecharlas mientras pudiéramos y marcharnos a México, un poco antes de que terminara ese plazo, para librarnos, de paso, de la mili. Para nosotros, la que valía era la revolución que consiguiéramos hacer a diario en nuestras propias vidas y en nuestras relaciones personales. Éramos en gran parte gente quemada del dogmatismo ideológico y los procedimientos autoritarios y manipuladores de los grupúsculos de la extrema izquierda y, aunque la media de edad era muy joven, para muchos eran un punto de referencia los ecos de la recuperación de las comisiones obreras a manos del PCE, o la de las comisiones y asambleas de barrio, y los intentos posteriores de organización autónoma de las luchas obreras, como las plataformas anticapitalistas, recuperadas también por grupúsculos vanguardistas, así como experiencias de lucha armada autónoma como las del MIL o los GARI. Abundaban los grupos de barrio, algunos de los cuales, por ejemplo, se habían desarrollado a través de la participación en luchas vecinales, por desbordamiento de los clubes parroquiales, locales donde la Iglesia intentaba hacer proselitismo juvenil en los barrios obreros y de los que los curas, así como los burócratas izquierdistas, terminaron perdiendo totalmente el control. Entre esta gente, algunos eran trabajadores con experiencia en huelgas y luchas laborales, otros habían desertado de la mili o eran prófugos, otros vivían a salto de mata intentando huir del trabajo, sobreviviendo a base de trapicheos, robos en supermercados, etc., otros venían participando desde hacía algún tiempo en acciones de solidaridad con los presos autónomos, otros en los «comités de apoyo a COPEL» y otras actividades solidarias con la lucha de los presos contra la cárcel, otros habían salido hacía poco del talego donde habían participado en las luchas del momento, otros estaban fugados... Se puede decir que todos estábamos huidos de algo: de la mili, de la fábrica, de la obra, de las aulas, de la familia, de la religión, de la ideología, de la cárcel, de la sociedad...

En las manis y movilizaciones de todo tipo que abundaban en aquella época, siempre éramos los últimos en retirarnos de la calle y los primeros en enfrentarnos a la policía, a los fachas o a los servicios de orden de las burocracias políticas y sindicales de la izquierda. En ellas y en las fiestas que casi siempre les seguían nos encontrábamos y nos conocíamos. Nos reconocíamos sobre todo por nuestras actitudes antiburocráticas, encaminadas a desbordar las consignas moderadas de las «fuerzas democráticas», las cuales pretendían en todo momento encauzar en los términos de la nueva legalidad las energías de los conflictos sociales, personales, políticos... que se planteaban por entonces, a diario y en todas partes, organizándose casi siempre por medio de asambleas, y llevarlos a los Ayuntamientos, Parlamentos, mesas negociadoras, pactos de «consenso», y demás instituciones «democráticas». Mientras nosotros queríamos, por el contrario, que siguieran planteados en las calles, en las cárceles, en los barrios, en las fábricas y en los tajos hasta sus últimas consecuencias, sin que las asambleas y los individuos perdieran su poder. Mientras ellos velaban por el civismo de las masas y aplaudían a la policía, nosotros le lanzábamos piedras y cócteles molotov, así como a los bancos, grandes almacenes y otros objetivos. Mientras ellos se conformaban con la amnistía parcial para los moderados de su cuerda, nosotros exigíamos amnistía total que incluyera a los condenados por delitos violentos -entre los que había todavía alguna gente del MIL y de grupos autónomos posteriores, la solidaridad con los cuales también era un factor de unidad para nosotros. Mientras ellos discriminaban a los «presos comunes», nosotros exigíamos indulto general y apoyábamos la destrucción de las cárceles que los mismos presos estaban realizando. Mientras ellos gritaban «abajo la dictadura» y «libertades democráticas», nosotros gritábamos «muerte al capital» y «poder obrero». En suma, mientras ellos (sindicatos, partidos de oposición, grupúsculos de izquierda, etc.) intentaban redirigir o cortar, en estrecha colaboración con las demás fuerzas del orden, toda iniciativa que pretendiera ir más allá del proyecto de democratización del franquismo pactado entre régimen y oposición, nosotros expresábamos y afirmábamos nuestra rabia de libertad y deseos de destrucción de todo lo que pretendiera explotarnos o manipularnos, al tiempo que buscábamos a quienes pensaran, sintieran y actuaran como nosotros para unirnos a ellos.

A partir de ahí empezamos a coordinarnos, por ejemplo, en cocteladas contra bancos, oficinas de empleo y objetivos similares: un mismo día, a una misma hora, en puntos distintos de Valencia, unas veces con un motivo y otras con otro, al menos diez o quince grupos de dos o tres personas lanzaban unos cuantos cócteles molotov, prendiendo fuego a sus objetivos. En varias ocasiones nos coordinamos también con gente de Madrid, Barcelona, Francia... tal como hemos contado al principio. En acciones como éstas fuimos estableciendo relaciones y desarrollando la costumbre y los procedimientos para ponernos de acuerdo en iniciativas que buscaban ir más allá del impulso a desbordar las convocatorias «democráticas». Antes, durante y después, fuimos conociendo a gente más experimentada, de la que aprendimos técnicas como el uso de armas y explosivos, falsificación de documentos, fabricación de «espadas», robo de coches, etc. Empezamos a hacer atracos, aprendimos a poner petardos, nuestra acción se iba intensificando. Pero al mismo tiempo, casi sin darnos cuenta, la situación social se iba alterando y el suelo que pisábamos empezó a fallar bajo nuestros pies. A medida que íbamos cayendo presos -lo cual empezó a suceder a principios del 78, cuando, a consecuencia del debilitamiento del movimiento general nos fuimos quedando más y más aislados, al tiempo que la policía y su ejército de confidentes podían prestarnos mucha más atención- los compañeros que quedaban libres, en Valencia y en otros lugares, y algunos que consiguieron fugarse, se marcaron como objetivo prioritario la liberación de los encarcelados. Se hicieron varios túneles de fuera a dentro y de dentro a fuera, intentos de liberación en las conducciones y salidas a juicio o a los hospitales, y otras acciones cuyo porcentaje de éxitos no fue muy alto, de modo que la gente iba siendo detenida, en ellas o en las expropiaciones que había que hacer para sostenerlas, más deprisa de lo que conseguían ir sacando a los presos. Al final, casi todo el mundo terminó entalegado o quemado, al mismo tiempo que el movimiento en general iba quedando definitivamente derrotado. Así nos fuimos sumergiendo en los negros 80, años de desencanto y aislamiento para nosotros y de prepotencia del Capital y del Estado. Para nosotros, además de en la destrucción del Estado y de todos sus instrumentos de violencia y opresión, la revolución consistía principalmente en la abolición del trabajo asalariado. Más que fantasear sobre cómo se produciría un futuro proceso de liberación del trabajo (y no es que no lo hiciéramos también en alguna ocasión), nosotros procurábamos librarnos ya mismo de las relaciones de explotación en general, viviendo, por ejemplo, de robos pequeños y grandes, de los que compartíamos tanto las emociones y los riesgos como los productos. En cuanto al futuro, para nosotros la revolución había de ser el principio de un proceso permanente de autotransformación de la sociedad a través de la participación libre e igual de todos los implicados en todas las decisiones y actividades que constituyen la vida social, de creación constante de las condiciones para la libertad, liberación de la parte penosa del trabajo y participación libre en la parte creativa, en la construcción del mundo humano. Cómo ha de hacerse eso, tendrán que decidirlo quienes lo hagan a partir del momento en que decidan hacerlo. Nosotros intentábamos eso mismo, a escala de nuestras propias vidas, partiendo de nuestras pequeñas comunidades y buscando coordinarnos con otras parecidas que fueran surgiendo por ahí y con las que pudiéramos encontrarnos, así como con el movimiento obrero asambleario y los otros movimientos desobedientes de que hemos hablado que, para nosotros, eran ya un principio de revolución. El hecho de la autonomía, es decir, los actos, las actitudes, los procedimientos como las huelgas salvajes, las asambleas de huelguistas, las comisiones de delegados elegidos en ellas y revocables por las mismas en todo momento, la solidaridad, los piquetes, los grupos de afinidad o los acuerdos espontáneos tomados en el momento mismo de la acción al coincidir en ella, todo eso se había convertido en costumbre para mucha gente, pero sus enemigos eran muchos y bien organizados, costaba mucho que esas «buenas costumbres» se impusieran contra los procedimientos de las organizaciones burocráticas, dirigistas y manipuladoras, que en todo momento intentaban sobreponérseles, ya que las organizaciones de la izquierda, partidos y sindicatos, tenían que demostrar su poder de movilización y, sobre todo de desmovilización, su control de las masas obreras, para tener algo que vender a cambio de su porción del pastel «democrático», y podían apoyarse en todos los medios del poder dominante, desde el monopolio y manipulación de la información hasta la intervención de la policía.

La «autonomía» era entonces un conjunto de costumbres, de procedimientos, de tácticas, que se adoptaban espontáneamente en las luchas concretas que se iban produciendo en las calles, en los tajos, en las fábricas, en las cárceles, en los barrios, etc., aplicando directa, intuitivamente en muchos casos, las lecciones del inmediato pasado, sin que la mayoría de sus protagonistas se preguntara por qué hacían las cosas así. Caía por su propio peso, no había otra manera de hacerlas. Quizá el principal defecto fuera esa falta de una conciencia clara de lo que se estaba haciendo, cómo y por qué, y de cuáles eran los enemigos de esta forma de actuar y los procedimientos que usaban para oponerse a ella. Espontaneidad inconsciente, ausencia de teoría crítica, de un modo de pensar estratégico lo suficientemente extendido. Por otra parte, la gente dispuesta a una lucha sin cuartel era una minoría, la mayor parte pertenecía a lo que entonces se llamaba la «mayoría silenciosa», identificada pasivamente con el proyecto «democrático», completamente encandilada con la ilusión del «Estado de bienestar» y de la «sociedad de la abundancia», sin darse cuenta de que la sociedad española llegaba demasiado tarde a todo eso, cuando ya estaba en plena descomposición. Puede que no llegara a existir un verdadero «movimiento», una gran cantidad de gente luchando de común acuerdo por unos objetivos comunes propios. La mayoría de los que se movilizaban, aún muchos de los que defendían las asambleas, lo hacían por mejoras en sus condiciones de trabajo y consumo y otras reivindicaciones «particulares», perfectamente traducibles al lenguaje del Estado y del Capital. Quizá la situación no era tan «revolucionaria» como algunos hubiéramos querido. Aun así, se puede decir que la oleada asamblearia del 76-78 tuvo una gran fuerza, llegando a condicionar todo el desarrollo de la «Transición», creando, mientras duró, una situación ingobernable, extendiéndose del laboral a muchos otros ámbitos y poniendo en peligro en todo momento los beneficios del Capital. De manera que toda la «Transición» puede verse como un enfrentamiento entre los que querían canalizar las energías liberadas por el debilitamiento del régimen franquista en los cauces «democráticos» y los que queríamos desbordarlos.

Pero esas perspectivas rebeldes resultaron derrotadas, aquí como en el resto de Europa, por la acción combinada de la violencia policial, del engaño político y sindical y de la seducción espectacular. Puesto que no ganó la revolución, triunfó la contrarrevolución. Como una respuesta irónica a nuestro rechazo del trabajo, el Capital nos dio la reconversión industrial, el paro, el trabajo negro y el empleo precario, la reestructuración de la producción, un reacondicionamiento del territorio social basado sobre todo en criterios de contrarrevolución preventiva. El Capital, el «devenir mundo de la mercancía», tiene hoy más vigencia que nunca. Sin olvidar el gran desarrollo alcanzado por la estupidez consumista, el trabajo asalariado continúa siendo la esclavitud, la servidumbre de nuestro tiempo; el hecho concreto, actual, de la alienación; el modo de relación social explotadora a través del cual perdemos la libertad vendiendo nuestra energía para que el Capital produzca y reproduzca con ella, según sus propias pautas e intereses, su mundo-mercado en el cual tenemos que vivir por fuerza sin la menor oportunidad de alterarlo o de darle forma según nuestros propios deseos y necesidades. El desarrollo tecnológico, disminuyendo la importancia de la fuerza del trabajo humana en el proceso productivo, ha hecho el trabajo asalariado cada vez menos necesario, de manera que ha adquirido la forma y el contenido de una dominación que sólo tiene sentido por sí misma, o sea, de la prepotencia, del sadismo, por parte de los explotadores, y de la servidumbre voluntaria, en cuanto a los explotados se refiere. Lo malo es que seguimos presos en ella, como nuestros padres y abuelos, pero no disponemos ya de la fuerza que tenía la clase obrera de antaño, derivada de su posición dentro del modo de producción y de su conciencia de clase. Seguimos dependiendo del Capital mientras él depende cada vez menos de nosotros. Ya no hay ningún criterio humano efectivo que pueda juzgar y alterar el rumbo de la historia, es la corriente del Progreso la que juzga y decide sobre todo. La megamáquina explotadora, reforzada tecnológicamente, impera totalitariamente como un poder parasitario sobre la vida, como sustancia absoluta constitutiva de toda realidad, impidiendo de infinitas maneras la formación de cualquier sujeto individual o colectivo que pudiera oponérsele.

Quisiera que quede claro que no pretendo que este relato sirva ahora de ejemplo para nadie. Al contrario, en el mismo relato de lo que pensábamos, o de lo que yo pienso ahora que pensábamos entonces, se pueden distinguir ciertas tonterías e ilusiones ideológicas sin otro fundamento que la alienación, -que consiste, al fin y al cabo, en un alejamiento de la realidad, aunque sea forzado- y en nuestra práctica muchas debilidades y algunas estupideces. Por ejemplo: un cierto fetichismo por las pistolas, una especie de activismo armado, que nos llevaba frecuentemente a confundir la violencia con la radicalidad, y nos alejaba, a través de la especialización en acciones y dinámicas clandestinas, de las luchas sociales reales que, evidentemente, se desarrollaban en un campo mucho más amplio. Un contraculturalismo inmediatista que, cargando demasiado el acento sobre el día a día personal, nos hacía descuidar la búsqueda de perspectivas sociales, históricas, estratégicas. Un cierto espontaneísmo autosuficiente que nos hacía olvidar la necesidad de coordinación práctica concreta de las diversas luchas y de quienes luchaban. En realidad, todavía conservábamos gran parte de la fe determinista en que el proletariado había de hacer fatalmente su revolución social, de manera que nosotros podíamos dejarle hacer mientras nos dedicábamos a la nuestra personal. Todo eso jugaba a favor de las tendencias dominantes en todos los terrenos -político, laboral, vecinal, antirrepresivo, etc.- que, a través de la supresión de todo procedimiento y ocasión de diálogo directo, reflexión, decisión, autoorganización y acción colectivas, empezando por las asambleas, de su sustitución por los mecanismos de mediación estatales, mercantiles y finalmente tecnológicos, y de la reclusión de cada cual en su vida privada, dejaba a los individuos, empezando por nosotros mismos, aislados a merced de la policía y del mercado. Lo que entonces era ya equivocado, por delirante e ilusorio, con mucha más razón lo será ahora, veintitantos años después, en una situación mucho más difícil y compleja y totalmente diferente en algunos aspectos esenciales. No hay que mitificar nada ni a nadie. Todo este rollo sólo tiene sentido si ha de servir a quienes lo lean de material para entender el inmediato pasado tal como ha contribuido a constituir el presente, es decir, en la medida en que seáis capaces de juzgar lo que se dice aquí y lo que no se dice, lo cual supone disponer de conceptos construidos por vosotros mismos a partir de vuestra propia experiencia práctica que, si valen de algo, han de servir también para juzgarla... En un mundo donde todas las «realidades» y, sobre todo, la «realidad» en general, se constituyen según los dictados del fetiche mercancía, precisamente lo que aparece como real es por definición falso, un componente de la mentira dominante. Postular una verdad distinta implica desafiar la que se nos impone, lo cual es algo que no conviene hacer si no se dispone de la fuerza suficiente. Primero hay que constituir esa fuerza. Si no, la derrota está asegurada y las pequeñas y parciales «realidades» que se declaran contra el Capital, derrotadas de antemano, se convierten también en mercancías, o en fetiches y rituales, consagración de la impotencia, aclimatación, falseamiento de la rebeldía. El enemigo nos lleva mucha ventaja también en el plano de la conciencia, conoce mucho mejor que nosotros un territorio que es el suyo y también nos conoce mejor a nosotros de lo que nos conocemos nosotros mismos. Todo ello como consecuencia de la derrota y dispersión consecuente de un movimiento revolucionario que ha quedado interrumpido durante años al ser derrotado como sujeto y suprimidas, al mismo tiempo, las condiciones materiales, objetivas de su existencia. La reanudación de ese movimiento no es una simple cuestión de Fe, ideológica, sentimental o algo así. Tampoco basta con desearla, hay que reconstruir una conciencia crítica colectiva, reanudar una práctica consciente, entablar un proceso de comunicación basado en el rechazo del modo de vida capitalista y en el deseo y la lucha por la libertad, la justicia y la dignidad, y encontrar a través suyo nuevas bases prácticas, palancas materiales para enfrentarse al Capital. También hay que pararse mucho a reflexionar sobre los verdaderos resultados de la lucha armada como enfrentamiento directo con el Estado por parte de algunos grupos cada vez más separados y militarizados, en la «contrarrevolución» de finales de los 70 y los 80, sobre todo en lo que atañe a maniobras de manipulación y tergiversación, y sobre los cambios estratégicos ocurridos desde entonces en el terreno de la guerra social. Actuar de según qué formas sin haber hecho eso, imitando acríticamente y sin ninguna preparación actitudes que, en muchos casos, ya resultaron erróneas en su momento, es ponérselo demasiado fácil al enemigo.

Fuente: Ekintza Zuzena


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