Una introducción a El capital y II

13 de febrero de 2012.

"Pese a su inmensa influencia y difusión, El capital ha sido sorprendentemente poco leído y menos aún entendido. A diferencia de El manifiesto comunista, que es una obra universal que ha dejado su impronta en millones de personas, hay muchos pasajes de El capital que resultan áridos, conceptualmente abigarrados y demasiado extensos incluso para lectores con muchas tablas académicas. Marx fue consciente de estas dificultades y, de hecho, colaboró en la elaboración de varios resúmenes de la obra que se publicaron durante su vida. Desde entonces la antologización y el resumen de El capital ha sido constante.

En general, la historia del marxismo, es decir, el desarrollo de las doctrinas de Marx tras su muerte, es un episodio extremadamente interesante de la historia de las mentalidades y más bien oscuro de la historia de las ideas. Los seguidores de Marx se dividen entre pensadores brillantes pero no siempre parsimoniosos y otros justamente olvidados pero que han infligido un daño irreparable a la recepción de su obra. Una tercera facción la componen egregios partidarios de Marx cuyo vínculo con su doctrina es remoto: de Lukács a Sartre pasando por Walter Benjamin" [...].

Prólogo a "Karl Marx, El capital: antología" (César Rendueles)

El Libro I de El capital

El capital contiene un conjunto de explicaciones de algunos fenómenos particularmente persistentes y relevantes de las sociedades industriales, hasta el punto de que constituyen sus rasgos de identidad y condicionan sus posibilidades de evolución coherente. Marx denomina a esas explicaciones, un tanto bombásticamente, “leyes de la producción capitalista”. Conviene no dejarse impresionar por esta terminología, muy del estilo de la sociología de la época, y concentrarse en la letra de Marx, en el fondo más compleja e interesante. El Libro I de El capital, subtitulado “El proceso de producción dEel capital”, propone nada menos que una estrategia general y de largo alcance para el análisis de los efectos en la organización social del modelo productivo característico de la modernidad.

3. 1. La teoría laboral del valor

Los primeros capítulos de El capital están dedicados a exponer la teoría del valor, esto es, a explicar la naturaleza del intercambio mercantil, que es la forma pública –o, si se prefiere, ideológica– que adopta la economía en nuestro tiempo.

Todas las sociedades organizan su supervivencia material, la creación de los bienes y servicios que necesitan para reproducirse, a través de entramados de normas sociales que, por lo general, exceden el entorno productivo y tienen declinaciones en los ámbitos simbólicos, familiares, afectivos… Estas reglas no se limitan a ordenar fenómenos ya existentes, como las señales de tráfico regulan los desplazamientos, sino que instituyen en alguna medida las colectividades: no hay sociedades al margen de esas normas, como no hay ajedrez al margen de las reglas del ajedrez.

Así, El capital comienza con una descripción de las sociedades modernas como comunidades en las que desempeñan un papel preponderante las reglas del intercambio de mercancías. La supervivencia material de la sociedad contemporánea no se produce, como en épocas pasadas, a través de la solidaridad familiar o de la coerción abierta de un estamento sobre otro, sino mediante el intercambio generalizado y voluntario de bienes y servicios equivalentes en el mercado. Vivimos entre continuas compras y ventas. Las jornadas laborales, la alimentación, el tiempo de ocio, el mundo simbólico… gran parte de nuestra cotidianeidad se recorta sobre el telón de fondo de los intercambios monetarios (lo cual no significa que se reduzca a ellos o se deduzca de ellos). En ese sentido, una clave importante de El capital es la idea de que es difícil sobrestimar la exoticidad de nuestra sociedad. Frente al evolucionismo ambiente de su época, Marx subraya la discontinuidad entre el intercambio ocasional propio de las sociedades tradicionales –los mercados medievales, por ejemplo, tenían lugar en fechas y lugares señalados– y el mercado universal moderno, que se presenta como el correlato de una estructura política, también históricamente insólita, basada en la democracia y el respeto de los derechos individuales.

Las cosas que habitualmente se compran y venden en el mercado, las mercancías, son “valores de uso”, lo que significa sencillamente que poseen alguna utilidad con independencia de que se intercambien. El mercado es una institución que habilita los valores de uso para ser intercambiados por ciertas cantidades de otros bienes útiles, una propiedad que Marx denomina “valor de cambio”. El comercio esporádico antiguo podía responder a criterios más o menos arbitrarios, pero la universalización de los intercambios implica su articulación regular: el mercado iguala las mercancías en algún sentido, las convierte en generalmente equiparables entre sí. Por eso, Marx cree que el valor de cambio de una mercancía es una propiedad relativa –cada mercancía tiene muchos valores de cambio– a la que subyace una magnitud absoluta o “sustancia” social común: el valor. El valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo directo e indirecto que se necesita para producirla.

¿Por qué el trabajo es la sustancia del valor para Marx? Por un lado, el trabajo es el único aspecto real de todas las mercancías razonablemente universal y cuantificable. Existen mercados en los que el valor de los productos no depende del tiempo de trabajo –el mercado del arte es el ejemplo recurrente–, pero en nuestras sociedades son marginales. Otros criterios alternativos presentes en cualquier mercancía, como su utilidad subjetiva, son muy difíciles de medir (no tenemos utilímetros). Por otro lado, para que un conjunto de contactos mercantiles no organizados permitan la subsistencia colectiva, tiene que guardar una relación coherente con el tiempo de trabajo global del que dispone una sociedad. Marx hizo dos puntualizaciones importantes a esta teoría, en buena medida heredada de la economía política clásica. En primer lugar, la substancia del valor no es el trabajo efectivamente cristalizado en una mercancía concreta, sino el trabajo socialmente necesario para su producción. Es decir, el trabajo que genera valor es el que se requiere para crear una mercancía para la que existe demanda social en condiciones de productividad media: los trajes de los sastres torpes y caprichosos que dedican mucho tiempo a fabricar piezas extravagantes que nadie vestiría no valen más que los del sastre medio. En segundo lugar se trata de trabajo abstracto y simple, por oposición al trabajo concreto y cualificado.

La teoría del valor no describe la intención consciente de quienes acuden al mercado, que sólo se rigen por la regla del intercambio de equivalentes y son ciegos a cualquier otro principio inmanente. El valor no es exactamente una regla de conducta convencional sino una norma más profunda que se manifiesta mediante la institución mercantil. Un buen y un mal símil son las reglas lingüísticas que subyacen a las locuciones pragmáticas cotidianas en cualquier idioma. Es una buena comparación porque la sintaxis sólo se realiza en las expresiones de hablantes que generalmente desconocen esa estructura. Es mala porque el problema no es tanto que quienes acuden al mercado desconozcan la ley del valor, cuanto que, como queda de manifiesto en el Libro III, ésta entra en conflicto con sus intenciones manifiestas. Un poco como si mi propósito fuera que el sujeto concuerde con el objeto directo pero una fuerza misteriosa me obligara sistemáticamente a que concordara con el verbo. La idea de que los intercambios respetan la ley del valor es una inferencia cuya comprensión implica una ruptura con la ideología dominante, un corte epistemológico y, en cierto sentido, político. La legitimidad, la veracidad y el sentido de ese proceso de inferencia es el gran problema de la teoría social de Marx, que ha ocupado durante un siglo y medio a sus intérpretes.

3.2. Explotación: la teoría del plusvalor

La exposición de la teoría del plusvalor se concentra en las secciones segunda, tercera y cuarta de El capital y constituye el núcleo de la obra. Trata de analizar las reglas de la sociedad moderna en un contexto más realista que el del intercambio mercantil. La época de Marx es la de la “cuestión social”. Las aporías que produjo la desaparición de la sociedad tradicional se convirtieron en un desafío ineludible. Capitalistas, gobernantes, líderes obreros, filósofos, predicadores, poetas y, por supuesto, científicos sociales asisten desconcertados a la aparición de un nuevo pauperismo muy visible y conflictivo vinculado a la industrialización y el crecimiento económico. La pobreza y el deterioro social característicos de los inicios del capitalismo resultaban paradójicos porque la defensa de la modernización económica había estado históricamente asociada a las revoluciones burguesas y, en principio, parecía máximamente compatible con la prosperidad, la libertad, la igualdad e incluso con la fraternidad. Y, en efecto, tiene algo de misterioso que se produzca una polarización sistemática del beneficio sin violencia, engaño o sometimiento institucionalizado, a partir de un intercambio de equivalentes cuya rectitud reconocen todas las partes implicadas. Por eso Marx dice que las reglas mercantiles se mueven en el nivel de los discursos legitimatorios de la burguesía, en la “superficie” de la sociedad liberal. El capital pretende descascarillar esa superficie para analizar cómo el proceso de estratificación social moderno se instituye sin vulnerar un plano ideológico aparentemente incompatible con él. En otras palabras, Marx trata de explicar al mismo tiempo –y esta simultaneidad es decisiva para entender la complejidad de su estrategia expositiva– en qué consiste la sociedad de clases y cuál es la base de su legitimidad.

Lo característico de las sociedades capitalistas no es tanto la venta de una mercancía (M) para obtener otra diferente (M’) con la mediación del dinero (D) (un proceso que Marx esquematiza así: M — D — M’), cuanto la inversión de dinero para comprar mercancías que permiten iniciar un proceso de producción cuyo resultado se vende para obtener más dinero del invertido (D — M — D’). Éste es el intercambio dominante en la sociedad moderna y no alguna clase de trueque generalizado. Marx denomina “capital” al proceso de valorización, una relación social a través de la cual se incrementa el valor adelantado inicialmente. Las reglas sociales siguen siendo las mismas que en el caso del intercambio mercantil, pero el efecto es completamente distinto y se sientan las bases para que el intercambio se convierta en su propia finalidad. El paso de un proceso comercial con un objetivo material determinado (M — D — M’) a otro en el que sólo se busca un incremento cuantitativo potencialmente ilimitado (D — M — D’) inicia una reacción en cadena. Ahora el objetivo social dominante es la obtención de dinero que debe ser reinvertido para seguir obteniendo cada vez más dinero.

¿De dónde surge el incremento del valor o plusvalor? No puede ser de la circulación, de la compra y venta donde rige el intercambio de equivalentes, así que debe ser del proceso de producción, del uso de alguno de los elementos que ell capitalista compra con su inversión inicial. No todos los factores productivos son idénticos. Las materias primas, la maquinaria o las instalaciones que ell capitalista adquiere se limitan a transmitir su propio valor al producto final. Por eso Marx denomina la parte del capital compuesta por los medios de producción “capital constante”. El empresario también contrata empleados. No compra directamente el trabajador, como en las sociedades esclavistas, ni tampoco el trabajo sin más. Lo que adquiere es el derecho a usar durante cierto tiempo las capacidades que necesita –la “fuerza de trabajo”– de una persona. El valor de la fuerza de trabajo está determinado, como el de cualquier otra mercancía, por el tiempo de trabajo necesario para su reproducción, es decir para la creación de los medios de subsistencia del trabajador, un conjunto de bienes y servicios cambiante a lo largo de la historia y del espectro social. Pero, a diferencia de lo que ocurre con los medios de producción, ell capitalista puede prolongar el uso de la fuerza de trabajo para que produzca más valor del que requiere su reproducción. Por eso Marx denomina la parte del capital que se destina al pago de salarios “capital variable”. El uso intensivo de una máquina, dice Marx, tan sólo altera la velocidad a la que traslada su propio valor al producto final, pero no incrementa el valor total que puede llegar a transmitir. En cambio, el valor de la fuerza de trabajo y la duración e intensidad de la jornada laboral –esto es, el uso de la fuerza de trabajo– son magnitudes independientes, la primera guarda relación mayormente con el desarrollo de las fuerzas productivas, la segunda es el resultado de la lucha de clases. El plusvalor es la diferencia entre el valor de la fuerza de trabajo y el valor que esa fuerza de trabajo puede crear, una asimetría que Marx caracteriza en términos de explotación.

El trabajo asalariado es, por tanto, la fuente del plusvalor y, así, la condición de posibilidad de una desigualdad económica sistemática que no vulnera las reglas mercantiles de equidad. La relación salarial es la clave de bóveda de una solidísima estructura de clases propia de una sociedad que ideológicamente apuesta por la libertad y cierto tipo peculiar de igualdad. En el feudalismo europeo, por ejemplo, los campesinos debían dedicar cierto número de días al año a trabajar gratuitamente para su señor, de modo que la naturaleza de la dominación era manifiesta. El salario, en cambio, oculta la raíz del plusvalor, es decir, de la desigualdad, a través de un acuerdo comercial.

Marx establece dos condiciones para que el trabajo asalariado se generalice: la libertad jurídica individual –por oposición a las relaciones de dependencia personal típicas de las sociedades tradicionales– y la falta de control de los medios de producción, cuya propiedad está concentrada en manos de la clase capitalista. Muy groseramente esquematizado, en las sociedades esclavistas los trabajadores no tienen ni libertad personal ni dominan los medios de producción, en las sociedades estamentales los trabajadores controlan los medios de producción y están ligados por relaciones de vasallaje a las clases dominantes. La combinación de autonomía individual y expropiación de los medios de producción hace que una gran cantidad de personas se vean materialmente obligadas a vender su fuerza de trabajo en condiciones formalmente libres, esto es, no a causa de alguna clase de lealtad, reciprocidad o sometimiento institucionalizado, sino en el curso de una transacción jurídicamente voluntaria. Se trata de un fenómeno, y Marx es bien consciente de ello, históricamente inaudito que ha revolucionado el mundo.

El nervio del razonamiento de Marx es su análisis del mercado moderno como un mecanismo pragmático que homogeneiza relaciones de intercambio extremadamente heterogéneas. El mercado de trabajo es una depuradora ideológica que permite considerar ciertas capacidades humanas económicamente útiles como si fueran mercancías convencionales cuyo comprador adquiere cuando le interesa y puede usar con toda libertad. Sin embargo, a diferencia de la maquinaria, la fuerza de trabajo no es una mercancía autónoma que se puede apagar y almacenar cuando el mercado no precisa de sus servicios, sino que es indisociable de personas con necesidades materiales continuas, relaciones familiares, tradiciones culturales y que incluso son sujetos de derecho con aspiraciones políticas. La tensión entre un mercado expansivo y ese macizo antropológico es una causa sistemática de conflicto social en la modernidad.

3.3. Acumulación e historia

La atomización de la sociedad capitalista, cuya vida económica carece de organización colectiva, genera una presión competitiva constante sobre las fuentes de beneficio. Según Marx, los capitalistas disponen de dos vías para incrementar la extracción de plusvalor. De un lado, la extensión de la jornada laboral y la intensificación del proceso de trabajo, una estrategia que denomina “producción de plusvalía absoluta”, ya que sus límites últimos son inamovibles: nadie puede trabajar más allá de cierto número de horas. De otro lado, el aumento de la parte de la jornada laboral que redunda en plusvalor mediante la reducción del valor de la fuerza de trabajo. Marx llama a este procedimiento “producción de plusvalía relativa”. Hay dos formas de desvalorizar la fuerza de trabajo: el descenso del nivel de vida de los asalariados y el aumento de la fuerza productiva del trabajo en aquellos sectores que producen directa o indirectamente medios de vida entendidos en sentido amplio. Este último caso es el que más le interesa a Marx, pues es el único sostenible a largo plazo y, a diferencia de lo que ocurre con el plusvalor absoluto, no puede ser una estrategia consciente individual. Es el subproducto colectivo de la lucha competitiva generalizada y, más concretamente, del proceso denominado “subsunción real del trabajo en el capital”, que consiste en la mutación radical de los procesos laborales tradicionales a través de la aplicación de la ciencia y la racionalización de la producción. El análisis del plusvalor relativo y absoluto es, además, una reconstrucción teórica y crítica de un conjunto de problemas prácticos poco moralizantes –sistemática y sintomáticamente obliterados en muchas historias de la economía– que, al menos desde Mandeville, ocuparon a los primeros economistas políticos: el mantenimiento en la pobreza de las clases trabajadoras para fomentar su industriosidad, las estrategias disciplinarias para organizar la vida de los trabajadores tanto dentro como fuera del taller, la descualificación de los procesos de trabajo…

Marx plantea también algunas elaboraciones derivadas de sus conceptos básicos. Como el proceso de creación de plusvalor (p) depende sólo de la parte del capital dedicada a fuerza de trabajo –el capital variable (v)–, se puede medir el grado de valorización relacionando el plusvalor y el capital variable (p/v), Marx llama a esta proporción “tasa de plusvalor” o “tasa de explotación”. En segundo lugar, Marx relaciona la parte del capital dedicada a medios de producción –el capital constante (c)– y el capital variable mediante la tasa c/v que denomina “composición del capital”. La composición del capital se puede entender en dos sentidos: desde el punto de vista formal del proceso de valorización es la “composición en valor”, desde la perspectiva material del proceso de producción –como relación entre medios de producción y trabajo– es la “composición técnica”. La interrelación de ambas se refleja en una tercera perspectiva que Marx denomina “composición orgánica” y que sólo toma en consideración aquellas alteraciones de la composición en valor que son el resultado de cambios técnicos relevantes.

La conclusión de la teoría del plusvalor y el análisis del proceso de acumulación –que Marx enuncia ampulosamente como “ley general de la acumulación capitalista”– es que la sociedad moderna se caracteriza por una polarización creciente entre, de un lado, grandes concentraciones de capital y, de otro, una masa creciente de asalariados. Es en este contexto en el que Marx formula las tesis del “ejército industrial de reserva” –que establece la incompatibilidad del capitalismo con el pleno empleo– y de la “depauperización”, que mantiene que la generalización de la oposición entre capital y trabajo significa acumulación de riqueza en un lado y miseria en el otro. A menudo se ha utilizado este último argumento para intentar refutar o validar las teorías de Marx a partir de datos coyunturales relacionados con el aumento o la disminución de la pobreza en distintos contextos. En realidad, aquí Marx no se refiere tanto al empobrecimiento material –cuya importancia en ningún caso menosprecia– cuanto a un problema de orden político. Con independencia de que El capitalismo proporcione unas condiciones de vida cómodas –como en algunos países europeos– o infernales –como en buena parte del mundo–, es una fuerza social fuera de control, una potencia colonizadora de la esfera pública cuya intromisión no debería tolerar una comunidad política ilustrada que aspira a gobernarse con autonomía.

Un aspecto sorprendente para cualquiera que se asome por primera vez a El capital es el enorme número de páginas dedicadas a cuestiones históricas muy concretas. No es un desliz ni tampoco se trata, como a menudo se dice, de meros ejemplos. Esos análisis constituyen una parte cardinal de la concepción de las ciencias sociales de Marx para quien, a diferencia de muchos de sus herederos, nociones como “subsunción real” no son más que abreviaturas de un desarrollo conceptual que requiere de todo el espesor de la investigación histórica. Él mismo subrayó la influencia de sus escritos periodísticos en su teoría, y tampoco son casuales las alabanzas que hace de los inspectores fabriles, que desarrollaron un saber informal pero estructurado, de gran solidez empírica no esponjada por la especulación académica o la ideología. Aunque la investigación histórica salpica la totalidad de El capital, hay cuatro episodios destacados en el Libro I: el análisis de los límites de la jornada laboral (capítulo 8), con el que hace su aparición en la obra la lucha de clases; los detalles del proceso de racionalización de la organización del trabajo y de la creciente solidaridad entre ciencia y producción capitalista (capítulo 13); y la manifestación práctica de la ley general de la acumulación capitalista (capítulo 23). Mención aparte merece el capítulo 24, dedicado a la “acumulación originaria”, es decir, a la creación de un mercado de trabajo mediante una estrategia activa de desposesión de las masas populares, a las que se priva de sus medios de producción tradicionales a través de un violento juego de alianzas de clase. [...]


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