Lecturas veraniegas

El vano ayer- Isaac Rosa

20 de julio de 2009.

Desde las primeras páginas de El vano ayer se advierte que la novela de Isaac Rosa es una novela honesta, que no pretende confundir al lector, sino presentarle unos hechos ficticios sobre unas realidades, enfocados desde distintas perspectivas para que se puedan sacar libremente las conclusiones que se consideren pertinentes. Se apoya en documentos reales y en hechos atroces, por ejemplo las descripciones de las torturas y vejaciones que se prodigaban en la DGS son auténticas y están narradas, como toda la novela, en una prosa certera y eficaz.

Reseñas

Ya tenemos aquí otro 20-N, y este año parece que la fecha viene a sumarse a la moda que desde hace un tiempo nutre los quioscos, las librerías y hasta el parlamento. Señores, estamos de revival, aunque sólo sea para coger municiones. Hace unos años le tocó a la Transición - así, con mayúsculas antonomásticas- y ahora es la guerra civil la que parece ser redescubierta, entre otras razones porque a los narradores de siempre se han sumando los Moas y Vidales, a quienes por cierto tampoco faltan altavoces, contradiciendo los argumentos “de siempre” - para los que nacimos en los 70, quiero decir- aunque para ello no hagan sino rescatar los argumentos de ese otro “siempre” que nosotros, en nuestra infancia feliz y recién democrática, no conocimos. Y quiero pensar que ese redescubrimiento también obedece a un interés de las nuevas generaciones por saber por si mismos la historia de todos nosotros, pero eso ya es otro tema.

El caso es que una vez más nos encontramos con el pasado, con la memoria, la que nos han contado y la que hemos aprendido. Mejor dicho, con el discurso de la memoria, con la forma en que éste se construye y la manera en que la asumimos. De esa memoria construida y de cómo nos ha sido legada trata esta novela, escrita por un autor - me parece relevante decirlo- nacido en 1974.

Ya lo hemos dicho: nos salen por las orejas los libros que tratan la guerra y la figura de Franco. Pero tengo la sensación de que del 39 se pasa con bastante facilidad a la transición democrática y de que se despachan los años del franquismo con una serie de tópicos recurrentes (los cimientos del desarrollo, la modernización, la represión inicial y el aperturismo, etc) que no responden a todas las preguntas. Es precisamente en esos años en los que transcurre esta novela, ambiciosa en cuanto que pretende ser necesaria, y que se aleja tanto de la cómoda descripción costumbrista y jovial de la familia en 600 como de la cargante rebeldía de verano de la gauche divine y sus excursiones parisinas.

La trama, básicamente, es la que sigue: hojeando los libros que tratan la represión del franquismo, el autor escoge arbitrariamente el nombre de uno de los represaliados, un nombre entre muchos, y rescata así del olvido a Julio Denis, profesor expulsado de la Complutense en los años 60, para a partir de él desmadejar una historia en la que aparecen grises, guardias civiles, comisarios, torturadores, chivatos y universitarios, destacando entre ellos un líder estudiantil desaparecido en las vísperas de una huelga general, y visto por última vez en la famosa Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, presentada como casa de los horrores del régimen y que en la novela tiene más realidad que muchos personajes.

Hay que decir que la novela es también un juego de espejos en el que el narrador nos presenta la historia desde distintas perspectivas, construyendo una novela en marcha y mostrando a cada paso el andamiaje y las trampas de rigor. Utilizando distintos registros, pretende mostrar cómo puede contarse la historia para que todo sea cómodo, hilarante o macabro según se quiera. El riesgo que tiene es que, como avisa el propio autor, cuando alguien señala algo, la atención se fije en el dedo, y algo así creo que pasa con las críticas que he visto de este libro, más centradas en el estilo, en lo literario - y metaliterario, que lo hay y mucho -que en el fondo histórico, verdadero objetivo del libro. ¿Será por comodidad? De ser así, la propia reacción al libro confirmaría su tesis.

Esta tesis es para mí la siguiente: así como los medios pueden crear e imponer la agenda política, la literatura crea su propia agenda paralela, menos inmediata pero más duradera, y con ella moldea la memoria que heredan las siguientes generaciones. Aplicado a nuestra historia, y a lo que hemos leído tantas veces, se nos invita a cuestionar las visiones complacientes del pasado, con parada feliz e inevitable en la perfecta transición, a poner nombres (y siglas, pues se reivindica insistentemente al PCE) a los muertos, a recordar que el tardofranquismo seguía torturando, aún después del 75, y sobre todo a preguntarnos lo evidente: Franco no hizo la guerra él solito, como si del Mío Cid se tratase. En resumen, a mirar detrás del escenario de la memoria que nos ha venido dada y de la que somos meros usuarios.

El autor no se sitúa en la equidistancia precisamente, sino que se moja: el libro es una acusación al franquismo oficial y a ese que llaman “sociológico”, si bien más que en la guerra - más de moda entre escritores y cineastas, quizá otra vez por comodidad- o en la figura de Franco, se centra en el aparato represivo, desde los que aplicaban los cables hasta los delatores, que le mantuvo y le sobrevivió. Teniendo esto en cuenta, y más allá de algunos juicios discutibles del autor -en dos palabras, la represión en el bando nacional era buscada y organizada y la del bando republicano espontánea y no querida- creo que el libro es muy recomendable porque intenta huir de la comodidad, porque trata al lector como si fuese inteligente y le exige un esfuerzo, haciéndole recorrer los caminos trillados para reconocerlos como tales. Y es también recomendable porque nos obliga a cuestionar cómo se construye el discurso de la memoria, de la nuestra, la que hemos aprendido - en cualquier lado menos en la Universidad, dicho sea de paso- y que hace referencia a un tiempo que no vivimos pero que parece que, cada día más, nos pasa factura.

Hislibris

MODELO PARA ARMAR

por Leopoldo de Trazegnies Granda

Sorprende la escasa resonancia que ha tenido en España el último premio Rómulo Gallegos: El vano ayer del sevillano Isaac Rosa. Este importante galardón de la literatura en castellano se creó en 1964 y el primero en obtenerlo fue Mario Vargas Llosa. En las ediciones sucesivas se ha otorgado a Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Roberto Bolaño, entre otros brillantes novelistas. En la última edición se entregó el galardón al novelista sevillano en competencia con otros autores españoles de renombre que optaban al mismo premio, como Almudena Grandes, Andrés Trapiello, o Juan Bonilla.

El vano ayer es lo que se viene llamando una "novela en marcha", donde el autor actúa como un dramaturgo que no se contentara sólo con enseñarnos la tramoya, sino que solicitara del espectador sugerencias para la propia obra que va a representar. Isaac Rosa quiere construir la novela estableciendo una dialéctica con el lector y continuamente le presenta diversas alternativas, como un "modelo para armar" a la manera de Cortázar, es decir, piezas que va a intentar ordenar. Para reforzar sus intenciones, bautiza al protagonista como Julio Denis que es un seudónimo utilizado por el novelista argentino en un claro guiño literario, como declaró en su discurso de agradecimiento al recibir el premio venezolano.

Este original formato narrativo ha sido últimamente utilizado por Javier Cercas en su "Soldados de Salamina", pero a diferencia de éste, Isaac Rosa no lo emplea para diluír las diferencias entre los dos bandos de una guerra y dejar entrever una España de posguerra ecléctica y desideologizada.

Muchas de las novelas recientemente escritas sobre el régimen franquista, y algunos historiadores, nos insinúan la existencia de esa tercera vía ahistórica, que tiene el atractivo de presentarse como la España de la concordia. En esa línea pueden estar desde Paul Preston hasta novelistas como Andrés Trapiello, que lo único que hacen es despojar a la España libre, progresista, laica, filosófica, tolerante, científica y heterodoxa de todas sus virtudes para atribuírselas a una entelequia imaginaria.

En cambio, desde las primeras páginas de El vano ayer se advierte que la novela de Isaac Rosa no va por ese camino, la suya es una novela honesta, que no pretende confundir al lector, sino presentarle unos hechos ficticios sobre unas realidades, enfocados desde distintas perspectivas para que se puedan sacar libremente las conclusiones que se consideren pertinentes. Se apoya en documentos reales y en hechos atroces, por ejemplo las descripciones de las torturas y vejaciones que se prodigaban en la DGS son auténticas y están narradas, como toda la novela, en una prosa certera y eficaz.

Si hay algo que reprochar a esta magnífica novela es que confunda los años 60 con los 70. Muchas de las anécdotas fabuladas eran de imposible realización en el primer decenio. La universidad en esos años era una institución políticamente amorfa, la sensibilidad ideológica estaba tan anestesiada que ni siquiera el Mayo/68 francés tuvo una repercución apreciable en Madrid. No fueron tiempos épicos, fueron tiempos de silencio, como Luis Martín-Santos titulara su única novela. La generalidad del estudiantado admitía el régimen dictatorial de Franco como algo natural, sin atreverse a cuestionarlo. Era imposible por ejemplo insultar a alguien llamándolo fascista, porque no era un insulto, fascismo era lo que había y se aceptaba y en la mayoría de los casos los universitarios de situación acomodada eran hijos de fascistas. (Las becas de estudios eran escasas y concedidas generalmente a familias de filiación franquista).

Cualquier distanciamiento de la ortodoxia franquista era inmediatamente detectada por los catedráticos y por los propios compañeros que reaccionaban marginando al transgresor. Detalles mínimos del atuendo podían causar sospechas, como no llevar corbata o calzar sandalias. Más de una vez fue expulsado de clase el único alumno que se empeñaba en estudiar Derecho agazapado tras su tupida barba iconoclasta. Los innumerables soplones que pululaban por la universidad hacían su trabajo discretamente, denunciando hechos imaginarios que el propio denunciado ignoraba la mayoría de las veces.

Y no es necesario decir que en el terreno de las ideas la más inocente alusión a la política podía infundir un pánico sordo entre los compañeros y escasísimas compañeras. La universidad española de los años 60 era lo más parecido a un laboratorio de clónicos: todos hablábamos igual y todos nos vestíamos de la misma manera.

Paradójicamente los únicos que desarrollaban cierta actividad clandestina y tenían el desparpajo de celebrar sus reuniones en la propia Facultad de Derecho eran los carlistas partidarios de Carlos Hugo, que se autodenominaban monárquicos progresistas, frente a la tendencia juancarlista y que seguramente debido a su anacronismo eran risueñamente tolerados. Sin embargo, en plena Transición estos militantes protagonizarían los luctuosos sucesos de Montejurra contra otra facción carlista de extrema derecha.

Pero los que realmente se preparaban en la clandestinidad para un futuro democrático, aunque no se tuviera ninguna certeza de su actividad política, (no se puede olvidar que una de las armas más efectivas del régimen franquista fue el silencio y la desinformación), la realizaban anónimos grupúsculos de filiación comunista o anarquista, verdaderos héroes anónimos, que Rosa retrata muy bien, pero incapaces de realizar ninguna acción contra el régimen. (Ni ETA estaba en condiciones de enfrentarse a la policía franquista, el primer atentado no llegó hasta finales de los años 60, en agosto de 1968, contra el inspector de policía Melitón Manzanas). La represión ante el más mínimo movimiento sospechoso era brutal y generaba miedo en la misma proporción.

La casi simbólica manifestación que encabezaron en 1965 tres catedráticos de la universidad Complutense sin atreverse a salir del propio campus universitario y que le costó la expulsión de la cátedra al filósofo J.L. López Aranguren, discípulo de Ortega y Gasset, no se puede considerar como un "acto subversivo" contra el régimen franquista, sino como una tímida demanda de mayor libertad de pensamiento dentro del propio sistema dictatorial, que el gobierno aprovechó para hacer escarmiento en previsión a cualquier conato de insurrección.

Las pequeñas algaradas callejeras vendrían en la década siguiente, a finales de los setenta, y el clima de disturbios de izquierdas y derechas se agudizó después de la muerte de Franco, es decir, cuando ya se podía.

Pero este circunloquio político inevitable cuando se habla de una época tan próxima y tan desconocida, no pretende quitar ningún mérito literario a la novela de Isaac Rosa. El vano ayer es una ficción perfectamente construída y abierta sobre los últimos años del franquismo, que admite la polémica dentro y fuera de la propia obra literaria. Ojalá suscite muchos comentarios que nos ayuden a tomar mayor conciencia de lo que sucedió, creo que tal actitud entra dentro del planteamiento del autor.

La casa roja

Éste es el título de la penúltima novela de Isaac Rosa. “El vano ayer -escribió Antonio Machado- engendrará un mañana vacío y ¡por ventura! pasajero”. El libro relata la peripecia de un anodino profesor que, tras verse envuelto en un incidente relacionado con la lucha antifranquista de los años sesenta, es misteriosamente expatriado del país. La cita que abre el libro ya nos advierte, sin embargo, que no es sólo del ayer vano de lo que trata, sino del presente que engendraron tantas décadas de dictadura; tantos silencios, privilegios e imposturas que forjaron nuestro pasado reciente y siguen campando en su memoria.

La otra advertencia es que no es un relato convencional. La historia del profesor universitario no es más que una excusa para adentrarse en un trozo de la historia española: la feroz represión franquista, la complicidad alimentada de sinecuras, el ascenso social de los beneficiarios del régimen, la resistencia comunista, etc. Lo más novedoso y sorprendente quizá sea la apuesta formal del autor: una novela en marcha, que muestra la tramoya del relato, las trampas y artefactos narrativos con los que el autor disfraza su mirada y fija veladamente una interpretación histórica determinada.

A la par que avanza la historia, el narrador reflexiona en voz alta e invita a otras voces para cuestionar los esquemas utilizados y los puntos de vista en juego. Así se va componiendo un collage perspectivista, que incluye el testimonio de torturados y policías, la meditación metaliteraria sobre las lecturas del pasado o una carta poco conocida de Camilo José Cela. El objetivo final no es alcanzar un punto de vista neutral, sino hacer partícipe al lector de los espejismos narrativos y prevenirle del peligro de dulcificar la memoria.

Este propósito está mejor recogido en la solapa de la contraportada: el libro es “una llamada de atención sobre las trampas de una memoria sentimental y decorativa que desemboca en formas próximas a la nostalgia y anula por igual responsabilidad y sufrimiento”. Isaac Rosa hace suyo el cometido de “pasar a la historia el cepillo a contrapelo” -que Walter Benjamin encomendaba a los historiadores educados en Marx- para rascar sobre esa memoria sentimental y decorativa que nos asedia desde las series televisivas y los suplementos dominicales.

Un libro muy recomendable, formidablemente escrito y políticamente audaz, que merece ser leído ahora que Ruiz Zafón ha sacado otro best-seller. Para fortuna de sus lectores, Isaac Rosa ha creado también un blog (llamativamente titulado Trabajar cansa) donde recoge los artículos que escribe en el diario Público. Que tantas palabras sirvan para algo, como encender una chispa (o una hoguera bien grande) de esperanza en nuestro tedioso presente, y que éste sea ¡por ventura! pasajero.

Jorge Espinoso


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