Del sectarismo de cierta izquierda como síntoma

23 de abril de 2009.

El sectario no conoce oponentes, el lenguaje de la política. Sólo tiene enemigos, el lenguaje de la guerra. En su mezquindad insulta, agrede, vilipendia, amenaza, arremete, injuria, increpa, agravia. No recurre al argumento ni a la razón. Sólo desea ver destruido a quien no piensa como él. Teme al espíritu libre y al pensamiento crítico. Califica de traidor a todo el que no coincide milimétricamente con su ajado y caduco discurso. Si sus palabras pudieran matar, lo harían.

Marat

Bajo la mirada censora del sectario todo es traición

"El hombre pequeño no sabe que es pequeño". Tapa su mezquindad y estrechez con ilusiones de fuerza y de grandeza ajenas. Está orgulloso de sus grandes generales pero no de sí mismo" (W. Reich)

“Firmeza revolucionaria”, “rigor ideológico”, “defensa de los principios”,...Diversos modos bajo los que se esconde la misma lacra: el espíritu de secta.

Repiten como un mantra sus esclerotizadas “verdades”, su enmohecido discurso, al que ya ni la naftalina puede salvar del deterioro inevitable.

La debacle de un cierto modo de entender la izquierda, que poco tenía de tal porque su concepción del mundo estaba atrapada por una visión religiosa de sí misma y de un análisis de la realidad a través de un prisma unidimensional y rígido, trajo como consecuencia un resentimiento, cargado de odio, contra todo lo que no cuadraba en su simple y reducido esquema.

El sectario no conoce oponentes, el lenguaje de la política. Sólo tiene enemigos, el lenguaje de la guerra. En su mezquindad insulta, agrede, vilipendia, amenaza, arremete, injuria, increpa, agravia. No recurre al argumento ni a la razón. Sólo desea ver destruido a quien no piensa como él. Teme al espíritu libre y al pensamiento crítico. Califica de traidor a todo el que no coincide milimétricamente con su ajado y caduco discurso. Si sus palabras pudieran matar, lo harían.

No se mueve en la reflexión sino en las certezas reveladas e inmutables. Si el mundo cambia, peor para él. Sus sagrados principios se escriben siempre con mayúscula inicial. La teoría y la corriente de pensamiento es para él como la farola para el borracho. No la busca para alumbrarse sino para abrazarse a ella y no caerse.

Se sabe un superviviente, un eslabón perdido entre un pasado que no volverá y un mundo que se escapa a su comprensión. Sueña con un mundo ya finiquitado lleno de lo que cree viejos dinosaurios pero, en su interior, se siente un pigmeo perdido ante una sociedad que lo ignora.

Como mitómano nostálgico, el presente se le hace carente de interés, extraño e ingrato porque no le permite desplegar la proyección épica de su propia frustración.

Ha vaciado sus totems de toda arista, duda, rasgo de humanidad o punto de incertidumbre. Jamás se le ocurriría verlos como estímulos que sugieren, como incitación a pensar. El pensamiento es, para ellos, el más peligroso riesgo contra el dogma: una desviación liberal, propia de pequeño burgueses. Tiene, para quienes se alejan de la ortodoxia, variados epítetos, todos ellos repetidos “urbi et orbe”, por sus secuaces: izquierdistas, progre-liberales, trotskistas, anarquistas individualistas, revisionistas, desviacionistas,...Cuando su manida y patética artillería de gritón y ridículo “pequeño hombrecito” se le agota entonces , creativamente, recurre a la cantera de lo personal, que no reproduciré aquí por respeto a la inteligencia del lector.

Hasta aquí, un perfil bien conocido por la amplia mayoría. No es, por desgracia, el único de los perfiles del sectario. Hay otro al que no me resigno a analizar.

Se trata del iconoclasta profesional. Ese ser para el que nadie es respetable y todos traidores a la causa, salvo él mismo. Tiene tan elevada imagen de sí que nadie más que él es de una sola pieza.

Es el derrotista e hipercrítico trovador de las traiciones y los errores ajenos. No reconoce que todo ser humano, corriente de pensamiento, político o trayectoria, tienen luces y sombras y que el balance final es un compendio de ambas, en la que la capacidad de ser generoso y justo en el juicio engrandece al juez.

Es el sectario maximalista del “háganse las cosas como yo digo o húndase el mundo”. Políticamente es menos peligroso que el primero porque su narcisismo es de raíz infantil pero se agota en el negacionismo. Mantiene un porte aristocrático de mesías pagado de sí mismo y satisfecho de su incontaminada pureza. Si los demás no le siguen es porque son vendidos al capital, sin más. Resulta sumamente irritante pero, en su ultracriticismo, no suele encontrarse la pulsión homicida del primero que sólo la limita por la dificultad técnica de acabar con todos los que él quisiera...¡son tantos!

En todo caso, ambos son totalitarios. Su resorte no es la razón. No se sienten cómodos en el intercambio de pareceres. No ven a los demás como iguales con los que contrastar sus puntos de vista. Sus verdades son indiscutibles, axiomáticas y, si algo se opone se opone a tal apriorismo, arrambla contra ello, negando el principio del respeto al otro y a la libre comunidad de pensamientos dispares. La descalificación del otro como parte de la izquierda es su norte

El espíritu de secta nace del grupúsculo hermético, de la oportunista trampa a la realidad que no asume que el mundo es plural, que la izquierda es cuestionarse todo, dudar, aceptar “que el pensamiento no puede ser eterno, que el pensamiento es estar siempre de paso”, volver a empezar tras cada derrota, no resignarse ni abrazarse a un muerto, querer siempre cambiar el mundo de base, incluso al día siguiente de la revolución, no acomodarse a las respuestas fáciles, seguir buscando, percibir la diversidad como riqueza y al otro, como mucho, como oponente; nunca como enemigo. Ser humanista porque es la especie humana, con los individuos concretos que la forman, el objeto de nuestros afectos y nuestros deseos de un mundo mejor y más justo.

Frente a la secta, que se afirma en la depuración incluso de sí misma, porque todos son sospechosos, hasta que el triunfo final es la unicidad exclusiva del “todos traidores menos yo”, el único camino es el diálogo, la negación de las verdades absolutas, la comprensión de que juntos sumamos y divididos nos empobrecemos, la verdadera autocrítica que reflexiona sobre cuánto tiene la izquierda de causante de sus autoderrotas, nacidas en parte de su soberbia ante la verdad revelada en el particular Sinaí de cada capillita escolástica.

::Fuente: Asaltar los cielos


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