Jean Baudrillard: el filósofo de la seducción

20 de febrero de 2009.

Se trata del mayor virus del ensayo contemporáneo, un autor imitado con descaro por académicos y periodistas, parodiado hasta el cansancio por intelectuales globalizados, y plagiado innumerables veces mediante un saqueo hormiga de imágenes y frases que nunca se terminan de entender del todo, pero que son extremadamente sugerentes. Sobre él, sus intenciones y su obra, se han elaborado las teorías más exóticas. Amado y odiado por igual, dividió las aguas. Algunos han pretendido verlo como un enterrador de utopías; otros, como un extremista demasiado perezoso para actuar de otro modo.

Juan E. Fernández Romar

Si Lacan fue el filósofo del deseo, convirtiendo su obra y su práctica en una perfecta máquina de captura del deseo del Otro, Jean Baudrillard fue el filósofo de la seducción, el simulacro y la simulación. Con Baudrillard uno nunca está seguro del verdadero estatus de lo que está leyendo, y menos de su intención.

Toda su obra está plagada de sentencias con aires de aforismos y vocación de enigma zen. Frases tales como: “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”, no resultan tranquilizadoras en ningún sentido.

Baudrillard jugaba con eso; simulaba explicar, provocaba continuamente el sentido, y dejaba a su auditorio pivoteando sobre una suerte de lógica falsa saturada de polisemia.

En La transparencia del mal (1990) por ejemplo, se animó a aconsejar: “Hay que vivir en inteligencia con el sistema y en revuelta contra sus consecuencias. Hay que vivir con la idea de que hemos sobrevivido a lo peor.”

La oscuridad de su retórica se convirtió en su grifa favorita. Él no hablaba ni escribía para públicos profesionales, autoseleccionados, eruditos y selectos, como Barthes o Lacan. Lo hacía en numerosas columnas de diarios internacionales, y sus libros fueron bestsellers a escala mundial. Así logró convertir su peculiar hermetismo en un producto de alcance masivo, llegando mucho más lejos que cualquiera de sus colegas franceses. Reversibilidad comercial de un discurso hierático deliberadamente blindado para rigurosos. “Lo que escribiré tendrá cada vez menos oportunidad de ser comprendido. Pero eso no es mi problema. Yo estoy en una lógica de desafío” , previno en una entrevista.

Se trata del mayor virus del ensayo contemporáneo, un autor imitado con descaro por académicos y periodistas, parodiado hasta el cansancio por intelectuales globalizados, y plagiado innumerables veces mediante un saqueo hormiga de imágenes y frases que nunca se terminan de entender del todo, pero que son extremadamente sugerentes. Sobre él, sus intenciones y su obra, se han elaborado las teorías más exótica.

Un extremista perezoso

Amado y odiado por igual, dividió las aguas. Algunos han pretendido verlo como un enterrador de utopías; otros, como un extremista demasiado perezoso para actuar de otro modo. También se le ha acusado de banalizar los acontecimientos más trascendentes de nuestra época (la guerra de Medio Oriente, el atentado a las Torres Gemelas, etcétera) convirtiéndolos en meros hechos estéticos que eluden la reflexión sobre datos concretos y derraman opinión equívoca por los bordes.

Enrique Lynch, uno de sus críticos más lúcidos, escribió en la revista cultural Ñ de El Clarín, que los ensayos de Baudrillard son “prodigios estilísticos donde en ocasiones se encuentra uno con alguna ocurrencia brillante y, las más de las veces, con pases de prestigiador cínico”.

Baudrillard enfrentó el problema de su propia definición de manera muy diversa. En algunas entrevistas, se presentaba como un resistente de la cultura, como un sobreviviente de un mundo en el que “la cobardía intelectual se ha convertido en la auténtica disciplina olímpica de nuestra época”. En otras insinuó aportar más información: “Soy iconoclasta pero también agnóstico, estoico, hasta quizás moralista.” No obstante, la mayoría de las veces prefería usar sus armas predilectas y presentarse simpática y enigmáticamente como: “Patafísico a los veinte años, situacionista a los treinta, utopista a los cuarenta, transversal a los cincuenta, viral y metaléptico después de los sesenta: ésa es mi historia.”

Con el correr de los años su forma de comunicarse se volvió cada vez más esotérica y poética. Es una estética que su amigo Paul Virilio ha intentado clonar con un éxito mucho más discreto.

Por ejemplo, en una de sus visitas a Argentina, en 1996, consultado por Clarín sobre su visión del sur profundo, comentó que para muchos europeos la Patagonia es “una región de exilio, un lugar de desterritorialización, un Triángulo de las Bermudas” y que viajar allí es como “ir hasta el límite de un concepto, como llegar al fin de las cosas” , dado que “detrás de la fantasía de la Patagonia está el mito de la desaparición, hundirse en la desolación del fin del mundo”.

Baudrillard fue objeto de los más diversos comentarios y opiniones peregrinas. La alambicada ironía de sus ensayos invita a imitar el curso errático de sus disquisiciones. Así, algún ensayista francés llegó a verlo como una suerte de “Gregory Peck, con esa mezcla de bondad y sombría indiferencia, además de su común habilidad para aparecer donde menos se les espera”.

Pero no todos han sido tan amables. Algunos de sus colegas, como el riguroso sociólogo Pierre Bourdieu, le censuraron la pretensión de filosofar desde el sillón sin ninguna investigación empírica previa que sustente sus hipótesis. Otro de los prestigiosos filósofos franceses de su generación, Jean-Francois Revel, atacó con ahínco la “arrogancia postmoderna llena de sandeces” de los pensadores de la “French Theory” (entre los que ubicaba a Baudrillard), acusándolos de “reaccionarios que erigen el fraude en sistema”, difuminando las fronteras éticas y “borrando las diferencias “entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal”.

Para Didier Eribon, uno de los grandes estudiosos de la obra de Michel Foucault, los textos de Baudrillard no constituyen otra cosa que una deriva irracionalista del construccionismo estructuralista.

El físico Alan Sokal por su parte, autor junto con Jean Bricmont de célebre libro Imposturas intelectuales (Paidós, Barcelona, 1999) fue más lejos y duro en sus cuestiones, llegando a preguntar, en la sección dedicada a Baudrillard, qué quedaría de su obra si le quitáramos todo ese barniz retórico que lo recubre. Sokal y Bricmont se quejaron de que Baudrillard usaba términos científicos “sin ningún miramiento por su significado y, sobre todo, situados en un contexto en el que son totalmente irrelevantes. Tanto si se interpretan como metáforas como si no, resulta difícil ver qué función desempeñan, salvo la de dar una apariencia de profundidad a observaciones banales sobre sociología e historia”. Sokal y Bricmont revelaron verdadera indignación frente al empleo ligero de las más diversas referencias “científicas”, que van desde la teoría del caos hasta el Big Bang, pasando por consideraciones metafóricas y pseudomatemáticas sobre los “espacios no euclídeos”, como cuando identifica el espacio euclídeo como el progreso en línea recta de la Ilustración, y el no euclídeo como aquel en que las trayectorias se desvían por una “curvatura maléfica”.

Baudrillard recargado

Jean Baudrillard nació el 20 de julio de 1929 en un hogar humilde de Reims. De niño aprendió alemán, idioma que comenzó a enseñar desde muy joven en nivel secundario. Luego se perfeccionó como germanista, estudiando filosofía alemana en la Sorbonne, y llegó rápidamente a destacarse como traductor de Kart Marx, Bertolt Brecht y Peter Weiss, entre muchos otros.

Mucho más tardíamente, a los treinta y seis años, consiguió una plaza como docente de sociología en la por entonces agitada Universidad de Nanterre, en las cercanías de París, sede clave del movimiento del Mayo Francés, donde permaneció trabajando hasta su retiro.
“Vistos mis títulos, no tuve elección. En 1965 la sociología era la única disciplina que quedaba abierta. Al principio me vi obligado a aprenderme de un día para otro lo que debía enseñar a mis alumnos” , comentó en alguna entrevista.

Un año después, 1966, defendió en esa misma universidad su tesis doctoral de sociología, haciendo gala de un material teórico que serviría de base para su primer libro, El sistema de los objetos , con el que comenzó a definir un camino filosófico personal alejado del marxismo casi hegemónico de la época, en el que las “masas” dejaban de ser las víctimas del orden social para pasar a ser las cómplices del funcionamiento del sistema.

Durante años trabajó cerca del teórico estructuralista Roland Barthes, el principal artífice de la semiología (la ciencia de los signos que intenta desentrañar los vínculos posibles entre el mundo de los significados y el mundo de lo real tangible). De Barthes aprendió, entre otras cosas, ese modo tan francés de escribir ensayos.

La peculiaridad de las temáticas abordadas y su estilo, liviano y críptico a la vez, llevó a Baudrillard a ser un autor venerado por amplias comunidades de artistas e intelectuales de todo el planeta. Ya a fines de los años ochenta, era frecuente encontrar referencias o citas de su obra en circuitos de internautas, revistas de música electrónica, folletos de arte conceptual y en las fronteras universitarias del debate político, volviéndose su nombre un sinónimo autografiado de postmodernidad.

De igual modo, el estreno del film Matrix , de los hermanos Andy y Larry Wachowski, en 1999, le confirió a la obra de Baudrillard un nuevo impulso comercial, poniéndolo en contacto con un público muy alejado de la filosofía tradicional.

El rápido ascenso de la película al estatus de film de culto planetario, con la consecuente legión de analistas y hermeneutas que ésta cosechó, despertó un interés masivo por las ideas de Baudrillard, al trascender que fue cortejado insistentemente por los Wachowski, quienes intentaron integrarlo como asesor de rodaje y supervisor de guión.

A fin de cuentas, la historia inicial de la película (que en principio sólo iba a ser un cómic) se basaba en forma confesa en algunas ideas del francés, y sus directores se encargaron de reverenciarlo de varios modos. El libro (o falso libro) en el que Neo (Keanu Reeves, el gran héroe del film) esconde los discos piratas que luego vende, es justamente Simulacra and simulation , de Jean Baudrillard, cuya traducción española se conoce como Cultura y simulacro.

En otro pasaje de la película, cuando Morfeo (mentor de Neo) intenta describirle el verdadero estado de las cosas, le dice: “Bienvenido al desierto de lo real” , expresión que Baudrillard empleó con frecuencia no sólo en el último libro mencionado, sino también en gran parte de su obra posterior, como en El crimen perfecto (1996), por ejemplo.

La gran tesis de la segunda etapa teórica de Baudrillard fue precisamente la desaparición de lo real bajo un aluvión de representaciones, quedando sólo la posibilidad de la simulación.

Pese a las obvias resonancias de la película con sus ideas, Baudrillard luego de leer el guión y discutirlo con sus autores, se rehusó a colaborar con los Wachowski, por considerar que una eventual participación en el proyecto convalidaría la trivialización de sus teorías. El guión no refleja la complejidad de su pensamiento filosófico.

Luego de una penosa agonía debido a un linfoma maligno, Baudrillard murió en Paris el pasado 6 de marzo, a los setenta y siete años de edad.

La poética de la simulación

La obra de Baudrillard presenta reminiscencias de autores como Nietzsche, Sartre y Barthes, a la vez que mantiene una distancia insalvable con la filosofía y la sociología tradicionales, con las que no mantuvo filiación alguna. A grandes rasgos procuró siempre enlazar en forma original el sentido de las cosas y el devenir de las sociedades contemporáneas. En virtud tanto de su estilo como de las temáticas abordadas, su pensamiento ha sido tan extrasociológico como extrafilosófico, presentando características inclasificables.

De todos modos es posible distinguir dos períodos en su obra. El primero abarca aproximadamente una década y esta configurado por obras como El sistema de los objetos (1968), La sociedad de consumo (1979), Crítica de la economía política del signo (1972), El espejo de la producción (1974), El intercambio simbólico y la muerte (1976), Olvidar a Foucault (1977) y otros trabajos menores. En ellas es posible todavía visualizar un plan de desarrollo, una organización argumental, y múltiples referencias a Bataille, Freud, Marcase, Barthes, Debord o el propio Foucault, a quienes discute. Sin embargo, luego de 1979, año en que publica De la seducción (libro que abre un nuevo ciclo), Baudrillard comienza un proceso de abandono de toda ancla, llegando en sus últimos trabajos a escribir sin citas y sin respeto por ninguna regla académica de reflexión teórica.

El intercambio simbólico y la muerte es su último trabajo teórico relativamente aceptable para la comunidad científica, antes de ingresar en una zona densa y oscura en la que reina la poesía y en la que nadie puede estar muy seguro de lo que intenta decir.

Su primera etapa refleja una búsqueda entre sociológica y filosófica en la que descubre el consumo como patrón moral de las sociedades contemporáneas, al tiempo que analiza sus necesidades en tanto espejismos sobre los que se asienta la economía política.

En su primer libro El sistema de los objetos, uno de sus textos más respetados universalmente, relacionó la lingüística de Ferdinand de Saussure con el pensamiento marxista, proponiendo el valor de cambio como significante y el valor de uso como significado.

Dos años después, publico La sociedad de consumo, otro de sus libros académicos, en el que consideró el consumo como un “lenguaje social” que propende a exacerbar los deseos de los consumidores, pero no a satisfacer sus necesidades.

El análisis de los objetos de consumo lleva a Baudrillard a observar los sistemas de producción, señalando que éstos producen más signos que mercancías, en un régimen que ha perdido toda racionalidad y en el que ya no se sabe qué, quién, ni para qué se produce. En este contexto, la vida se vuelve un interminable proceso acumulativo de objetos en el que hasta la propia muerte ha perdido su peso simbólico, sometida a operaciones científicas que buscan anularla. Así, la muerte, sometida a nuevas censuras, adquiere el carácter pornográfico que antes tenia lo sexual.

Baudrillard inaugura una segunda etapa reflexiva con De la seducción, categoría que desplaza en sus consideraciones a la producción. El mundo no parece ya unido por encadenamientos productivos, sino por procesos de seducción. Es la desaparición tanto de lo real como del mundo de las finalidades objetivables de la producción.

En este nuevo régimen de seducción absoluta y universal, todo funciona gracias a la multiplicidad inherente del signo más que a la captura de éste en un referente claro y unívoco. La seducción es secreto puro sin verdad. Por esa razón se ha vuelto el motor del mundo, y no se puede psicoanalizar ni interpretar unívocamente.

La seducción rompe con la coherencia de la razón, aunque inaugura una nueva lógica basada en el rescate de la apariencia, una nueva realidad imantada.

Asistimos al surgimiento de una nueva forma de existencia, extática, en la que la multiplicación demencial de signos satura toda significación posible. De ahí que para Baudrillard el cáncer sea el emblema patológico de nuestra era, degeneración y muerte por proliferación y exceso. “Tras el cuerpo de la metamorfosis, tras el cuerpo de la metáfora, aparece el de la metástasis” , dice en El otro por sí mismo (1987).

En este segundo período, Baudrillard se vuelve más fragmentario y reversible, su obra parece reflejar e ilustrar constantemente las nociones que busca imponer: simulación, simulacro, seducción, banalidad y fatalidad.

Sus libros son a la vez simulacros filosóficos y simulaciones exóticas de reflexión sociológica, sugiriendo siempre mucho más de lo que muestran, insinuando más de lo que revelan, seduciendo con balbuceos que nunca terminan de enunciar lo que abordan, abandonando fatalmente al lector intrigado en un retórico mar de ambages, perífrasis, y digresiones. “Lo fatal, lo obsceno, lo reversible, lo simbólico no son conceptos, ya que nada diferencia la hipótesis de la aserción: la enunciación de lo fatal también es fatal, o no es. En este sentido, es un discurso cuya verdad se ha retirado (de la misma manera que se retira una silla debajo de alguien que se dispone a sentarse).”

Así se suceden Las estrategias fatales (1983), Please Follow Me (1983), La izquierda divina (1985), América (1986), Cool Memories i y ii (1987 y 1990), La transparencia del mal (1990), La Guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991), La ilusión del fino o la huelga de los acontecimientos (1993), La pensée radicale (1994) y Crimen perfecto (1995).

El asesinato de lo real

Baudrillard se mostró siempre muy escéptico en relación con la posibilidad de introducir grandes cambios planificados a nivel político, y tampoco confiaba en los intelectuales como guías de esos procesos. También descreía de los grandes sistemas sociológicos de interpretación. A modo de ejemplo, gobernar, para él, significaba “dar signos aceptables de credibilidad. Es como la publicidad y consigue el mismo efecto, el compromiso con un escenario”.

Baudrillard sostenía que los medios masivos de comunicación y la sociedad de consumo contemporánea han generado una desmaterialización de la realidad, desviando la mirada moderna (históricamente orientada a la naturaleza) hacia el mundo de las pantallas, lo que convierte a la comunicación en un fin en sí misma y en la medida absoluta de interpretación de los sucesos.

Se ha tejido así una estructura tan compleja de símbolos, simulaciones y simulacros de realidad que ya no es posible ponerse de acuerdo o afirmar nada universalmente compartible sobre lo real.

Siguiendo una idea que Jorge Luis Borges desarrolló en un cuento (en el que narra la confección de un mapa tan extenso y detallado como el territorio que procura representar), Baudrillard señaló que en las últimas décadas el territorio ha dejado de existir, quedando exclusivamente su mapa, y se ha olvidado la diferencia entre ambos.

Encontraba el mejor ejemplo de estos procesos y fenómenos en la sociedad estadunidense, proponiéndola como una paradigma de las transformaciones culturales y simbólicas contemporáneas, ya que en ella lo real había sido sustituido por una hiperrealidad.

La autenticidad de lo real es reemplazada finalmente por una copia, por un mundo simulado e hiperreal dominado por las pantallas, en el que la gente se obsesiona con evitar el envejecimiento y se empeña en una falsa objetivación del ser. Por esta vía las masas se ven tan implicadas que no advierten que lo real ya no existe y, tal como sucede en Matrix , son incapaces de percibir que todo es una ilusión.

Poco antes de que se iniciara la Guerra del Golfo, Baudrillard predijo que la misma no ocurriría. Después, en 1991, para sorpresa de todos, afirmó haber acertado: “La guerra no ha tenido lugar.” La realidad de las viejas guerras en la que los bandos en pugna se matan salvajemente fue reemplazada por un simulacro, que llegó por televisión y en tiempo real a todo el planeta.

La operación militar de Estados Unidos contra Saddam Hussein había sido fundamentalmente simbólica: un simulacro que tuvo efectos letales sólo sobre una población pequeña, en relación con el auditorio planetario que siguió esa especie de videojuego en una pantalla. Hussein no combatió realmente, sino que sacrificó parte de sus tropas para preservar el poder. Los aliados tampoco buscaron desplazarlo, sino que arrojaron miles de toneladas de bombas para demostrar y persuadir al mundo de que estaban atacando y combatiendo a un enemigo.

Para Baudrillard, el famoso aforismo de Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” , se convirtió en este caso en “la ausencia de políticas por otros medios”. La guerra no ha tenido lugar. Políticamente no hubo cambios significativos: ni el enemigo fue derrotado ni los triunfadores gozaron su victoria.

Igualmente provocativa fue su visión de los atentados del 11 de septiembre y la caída de las Torres Gemelas. Baudrillard entendió esos sucesos no como un choque de civilizaciones, sino como una creación “simbólica” a la continua expansión de un mundo basado exclusivamente en el comercio; la globalización luchando contra sí misma y las torres cayendo por su propio peso. “El mundo globalizado no explota, implosiona.”

La violencia mayor del hecho había sido principalmente simbólica, al derribar dos torres emblemáticas del universo económico y financiero. Una violencia mucho mayor que la representada por la muerte de tres mil personas, ya que se ejerce sobre las masas de todo el planeta, esos cómplices universales de los que ejercen el poder.

Esta opinión resultó demasiado provocativa para ser tolerada por la izquierda francesa, que lo puso bajo la lupa y lo consideró sospechoso de todas las debilidades ideológicas posibles.

Nostalgias del 68

El desencanto permanente que reflejan sus textos, ocultan en realidad una profunda y creciente nostalgia por aquella época dorada y promisoria que vivió en el París de los años sesenta. A los fans extranjeros de la filosofía francesa contemporánea solía advertirles que ahora “no pasa nada, los años sesenta y setenta fueron otra cosa, una época maravillosa –sobre todo a partir de mayo de 1968. A partir de los años ochenta se terminó todo. Seguimos viviendo de ese impulso que tantos cambios provocó en el pensamiento, pero en algún momento el mundo se dará cuenta de que ya no existe”. Repitió esta advertencia hace más de una década en Buenos Aires, donde también señaló a Francia como “un país cansado de su propia historia y de su antigua grandeza”.

No obstante, eran pocos los temas en los que se permitía ser claro. A diferencia de algunos de sus colegas, como Gilles Deleuze o el propio Foucault, cuyas entrevistas suelen ser revisadas para aclarar muchos conceptos, Baudrillard no sólo oscureció progresivamente su discurso escrito, sino que también hizo lo mismo con el lenguaje coloquial que manifestaba al ser entrevistado. Especialmente en ese gusto verborréico por definirse exóticamente.

En octubre de 1999, en una entrevista con Le Monde, se le preguntó qué quería decir con eso de ser un autor “metaléptico y viral” . Sin pensarlo demasiado respondió: “ Metaléptico es tomar el efecto por la causa, invertir o romper el desarrollo racional de las cosas. Viral es un poco lo mismo: ya no hay causalidad, lo que hay es un enredo de conexiones. Esto corresponde un poco a la idea que me hacía de un pensamiento radical que ya no es crítico y racional pero que desestabiliza el juicio y la escritura. ¿De veras soy viral y metaléptico? Digamos que en mí se trata a la vez de un deseo, de un sueño, y casi de una estrategia sistemática de inversión de las cosas o de prolongación al infinito de las concatenaciones hasta la catástrofe, por lo menos virtual.”

No se sentía en la obligación de aclarar nada y asumía plenamente una voluntad solipsista, escudándose en una especie de autismo discursivo que rechaza al lector al tiempo que lo seduce, al prescindir deliberadamente de su comprensión, como si todo el tiempo le insinuase: “Ves, no necesito de ti.”

Juan E. Fernández Romar

::El Autor: Licenciado en Psicología, escritor, periodista cultural y docente de la Facultad de Psicología.Como narrador ha publicado un libro de cuentos, Líneas de fuga (Arca, 1994),varios libros de poesía y ha integrado diversas antologías de narrativa y poesía.Es autor de dos compilaciones de ensayos sobre sustancias psicoactivas: Las drogas en el Uruguay (Arca, 1995), elaborado en colaboración con G. Eira y de Enteogénesis: Las búsquedas de los estados alterados de conciencia (Multiplicidades, 1998), realizado en colaboración con Rafael Bayce, Gabriel Eira, y Cristina García.

::Fuente: La Jornada


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